21 ago 2012

LLUVIA DE AGOSTO



Esa semana de Agosto la lluvia condenó al cielo sin piedad ni descanso. De Domingo a Domingo rugió salvaje y sagrada, como un grito unísono y ensordecedor del emperador del mundo, que como un niño, una vez mas, había tirado la piedra para luego esconder la mano. Fue como si el alma se nos escapara por la boca en un bostezo, y se dirigiera a la nube mas cercana para descargar todas sus miserias contenidas. El cielo penitente sollozó sin respiro, crepitando la tierra y haciéndonos vibrar el cuerpo con un impulso agónico de autodestrucción. Fue una lluvia salvaje, violenta y furiosa; una lluvia que mas que lluvia pudo haber sido un infierno reflejado allá en lo alto. Quizas esas gotas reflejaban de alguna forma  nuestro alma desgarrada por desventuras y desaciertos en una vida demasiado corta para llegar al cielo. Por momentos en aquella semana tuve la ligera sensación del olvido; no alcanzaba a recordar donde se ubicaba el Sol en ese cuadro de acuarelas  grises desteñidas en la que se había convertido el aire que respiraba con dificultad. Creo que durante esos días no hubo lugar para el Sol en la tierra, porque no había luz, tampoco, en nuestras almas. Desde el primer momento hasta el último, su imagen se dibujó en mi mente con nitidez de neblina otoñal. Cada vez que el emperador rugía desde el cielo ostentoso,sentía su voz en mis oídos. Su presencia ausente, su recuerdo presente, su vida inmortal. Creía reconocer su rostro en el cielo grisáceo, dibujado con nubes de algodón embarrado. Pude ver su mirada salpicada de angustia mientras un mechón de su cabello pintado por la lluvia caía y ocultaba sus ojos. Al séptimo día la distancia entre la jungla ulterior que me amenazaba en lo alto supo acortarse repentinamente. Recuerdo haber mirado al horizonte, desafiante; esperando que algún chaparrón desapareciera o deviniera en chubasco, pero el emperador sacó una foto que se vió como relámpago  y comprendí que quien desaparecía era yo, y no la lluvia. Ese domingo, ella, la lluvia y mi alma se escurrieron por las puertas del cielo para no volver jamás. El sol sonrió complaciente: la destrucción duró también 7 dias, y el emperador pudo finalmente descansar.

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