7 sept 2012

MASACRE DE PRIMAVERAS

Entraron a la habitación como una ráfaga matinal de Septiembre. Él comenzó a desnudarla, y sintió el sonido de la tela deslizándose por su piel antes de morir en el sueño. Cuando ella quiso vacilar, le ahogó la garganta de sollozos y suspiros, de contracciones mudas. Recorrió su cuerpo y adivinó sus gestos cuando no pudo verla, escuchando como un tambor de carne sangriento su corazón acelerado. Estallaron brutalmente con crudeza, con violencia desatada, con dulzura masoquista, contradictoria, como una masacre de flores o una revolución adolescente.

 Vibraron con cada color, con cada movimiento, como abejas buscando el néctar, desordenadas y llenas del éxtasis de la búsqueda. Él la besó con empalagosa fantasía teñida de realidad, con manos firmes sobre el cuerpo de ella, frágil y virginalmente perverso. Luego la colmó de besos de ensueño, acaramelados y ensangrentados. Quiso sacarle las palabras de la boca y colocar su cuerpo en su lugar. Se llenaron de dolores dulces por primera vez. Encontraron el vértigo en el marearse y desmayarse para caer en los brazos del otro. Se tuvieron en la oscuridad, se buscaron, se perdieron y volvieron a encontrar. Ella fué su biología, su anatomía y su física. Movimiento, presión y resistencia. Masa, peso y humedad. Se estudiaron como nunca antes en una prueba de precisión para sus sentidos. Antes de quedar desnudos y marchitos ante el Dios fisgón de la intimidad, él quiso morir y resucitar en ella. Le suplicó que le diera muerte. Quiso ser un hombre nueva para ella, nacer en su boca y morir en sus piernas, crecer en su cintura, criarse en su pecho y quedar inmortal en esos ojos de cristal divino.

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