20 abr 2012
EL BAILE
Bailaba al compás del tiempo perdido un tango pérfido y marchito.
Ella se acercaba, sensual, vestida de un negro marcial,
discreta,silenciosa, pero implacable y seductora.
Coqueteaba con movimientos y un andar perversamente hipnótico.
Lo miró. Hurgó su cuerpo y buscó su mirada, mientras se alargaba el suspenso en el aire tenso y espeso. Pero no la encontró.
Él no la veía.
Ella se acercaba haciendose paso entre todos. Ellos se abrían a su presencia y caían a sus pies, rendidos por su belleza impoluta. Sus pasos comenzaron a resonar en el salón, haciendose eco en el éter.
Trató de avisarle.
Se dibujaba un halo de fuego sobre su presencia,
y dejaba tras de sí un rastro de cenizas negras que combinaban con su cabello.
Siguió caminando hacia él, atravesando el inmenso salón,
dibujando el piso con sus tacos encendidos.
El miraba un punto fijo, y ella quiso avisarle, pero no.
Él no la vió.
Poco a poco todos se fueron, el tiempo expiraba
y los relojes comenzaban a derretirse por el sol del amanecer.
Estaban solos. Íntimos y distantes.
Habían sido hechos el uno para el otro, pero él nunca la vió.
Ella había esperando ansiosa por mucho este momento,
y muchas veces trató de avisarle, pero el ya no la vería.
Ella marchaba decidida, firme y segura de su presencia, que inundaba el espacio como perfume barato.
Las luces se encendieron gradualmente como las de una habitación de hospital.
Su esbelta figura generaba un contraste cautivador e ineludible a la vista de cualquier ser vivo.
Él no la vió.
Seguía cabizbajo, una mano en un vaso y la otra en el pecho,
su mirada clavada en un lugar lejano que ya no pertenecía a este mundo.
No levantó la vista sino hasta cuando ella se paró enfrente, desafiante.
Allí, solo allí, se dió cuenta que la muerte lo había sacado a bailar.
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